Tras un viaje en avión bastante tranquilo y corto -unas tres horas y media- el fatigado viajero aterriza en Estambul, frontera entre Asia y Europa, cuna de civilizaciones y manantial de paz. Lo malo es la cara que se te queda al ver que no tienes maletas con las que disfrutar de todos los atributos antes descritos. Como Inma se fue al servicio se perdió el suceso y fui yo el encargado de comunicarle la buena nueva. Ella no se lo creía -normal por otra parte, con la cantidad de sandeces que le cuento a la hora- y tras reclamar en Español, Inglés y Sánscrito -y no en este orden- nos fuimos a nuestro hotelito de cuatro estrellas -en la escala de estrellas estambulíes, que son iguales en número pero bastante más cutres en calidad- donde procedimos a organizar nuestra vida de ascetas/ turistas. Pensamos que no era para tanto, ya que la chica que nos atendió en el sufrimiento nos aseguró que al día siguiente las maletas vendrían en un avión y que nos las llevarían al hotel de cuatro estrellas -categoría Estambul-. Pero no, ni maletas, ni avión ni ropa para cambiarnos, las maletas habían desaparecido como Roldán en sus buenos tiempos y nadie -ni el gran buscador global al que llamamos con devoción- nos supieron decir que iba a ser de ellas.

Esta bandera ondeaba a doquier.